5.3.11

Dos o tres veces



Simón Silva se enderezó en su cama aún bostezando. Tosió mucho esa noche, le dolía el pecho. La noche anterior había vuelto a fumar, y pareció que se hubiera puesto al corriente de todos aquellos cigarrillos que había evitado con cortesía y excusas referentes a su salud durante las últimas dos semanas. También le dolía un poco la cabeza, sentía un zumbido que le taladraba tenuemente las sienes. Con algo de titubeo logró erguirse en la cama, y el piso frío en contacto con sus pies traspasó su cuerpo como un espasmo involuntario. Los rayos del sol se filtraban por la persiana a medio cerrar. Y él que pensaba que ese sábado, horrible sábado, iba a tener que usar de nuevo el impermeable, que se le pegaba a la espalda. Odiaba esa sensación. Los rayos del sol se filtraban por la persiana a medio cerrar. Se levantó.
Y era tarde, se dio cuenta. Tenía que ponerse algo que le dejase respirar, y que hiciera juego con el pantalón que días antes Nina le había regalado, en esa bonita bolsa de regalo roja con un moño morado y una carta que ahora yacía en el rincón de la habitación, al lado del neceser. Tomó una camiseta a rayas de su armario, con algo de dificultad se la puso. Se calzó, arregló su cama para no sentirse desordenado, él que solía siempre salir sin siquiera dejar los platos en el lavatrastos; ya había salido de la habitación pero volvió sobre sus pasos y dejó un pequeño resquicio entre la ventana y el exterior, para que el aire circulara un poco hasta su regreso.
Cuando cayó en cuenta de que no tenía afán alguno, de que el sol estaría allí fueran las once y tres o las once y dieciocho, sólo entonces se relajó un poco y pensó en que quería comer. Se apresuró a abrir la nevera pero lo que encontró adentro le desanimó un poco. Debió haber ido a la tienda el día anterior. Y recordó que esa visita a la tienda había sido la pequeña incomodidad presente en su cabeza, ese no me acuerdo qué que debía recordar. Ya algo menguado su apetito, sacó el último huevo y lo aventó contra la cacerola hirviendo mientras echaba dos piezas de pan al microondas. Presionó el botón para comenzar a calentarlas, pero la luz del microondas que contemplaba siempre tomando whisky en la mesa no se encendió. Volvió a presionar, esta vez con algo de brusquedad. La luz se encendió.
Metió los platos en el lavatrastos, pero no los lavó; lo haría cuando llegara, sí. Cuando Matías lo vio entrar por la pequeña puerta del jardín trasero comenzó a ladrar desaforadamente. Simón fue a buscar la correa azul, no la roja, que ya estaba gastada, y amarró a Matías mientras este le lamía el brazo y jugueteaba con la pelota que el Flaco Gambazza le había regalado, cuando Matías cumplió 4 años. Cerró la puertica tras de sí y ató a Matías a la silla mientras buscaba las llaves, que creyó había dejado en el bol del vestíbulo esa noche pasada cuando llegó. El vodka y el ron lo habían mareado un poco, y no estaba en sus cinco sentidos cuando entró la noche anterior, así que pensaba que pudo haber dejado las llaves en cualquier otra parte, pero ahora no lo recordaba. Recordaba de la noche anterior cómo se deslizaba por entre las calles de La Recoleta, pasando el cementerio; recordaba cómo el viento chocaba contra su rostro y pensaba que no tenía frio, por ese calor dulzón que deja el licor en el cuerpo. Recordaba haber estado caminando con el brazo del flaco Gambazza sobre sus hombros mientras cantaban alguna de las rolas del Boca, y con la botella de vodka aún sin terminar tambaleándose en las manos del flaco. Pero no recordaba dónde había dejado las llaves.
Las encontró sobre la repisa del baño de abajo. Cuando Matías oyó el tintineo metálico comenzó a ladrar de nuevo, como si relacionara mágicamente ese sonido con los paseos bajo el sol y las horas en la Plaza del Congreso, mientras Simón leía otra vez algún cuento de Julio Cortázar que creía haber interpretado mal, y levantaba la vista sobre las páginas de vez en vez para ver que Matías no estuviera molestando a nadie. Simón desató la correa de la silla y Matías le siguió hasta la puerta cancel, que cerró tras de sí, dando dos vueltas al cerrojo con la llave.
Mientras caminaba bajo el sol jalando a Matías, sólo podía pensar en sacar de su cabeza a Nina, y las cuentas, y la moto que ya no prendía bien, y Nina, mientras llegaba al cruce de la calle Moreno.  Subió lentamente por la calle, como saboreando la mañana y la brisa de Mayo; dobló a la izquierda al final de la calle y llegó a la Virrey Cevallos. Una mujer de unos cuarenta y tantos que se acercaba con un Pointier miró a Simón de arriba abajo mientras se aproximaba. El Pointier olfateó a Matías y comenzó a jalar a su dueña buscando o un enfrentamiento o una de esas sesiones en que ambos perros se huelen cada rincón de sus cuerpos mientras los dueños sienten tensos el silencio entre ellos y sonríen nerviosamente evitando conversación. Simón, previniendo esto, bajó del andén y jaló a Matías para evitar el encuentro, y la mujer le dirigió una mirada poco amigable, que Simón le devolvió con una sonrisa en el rostro.
Y pensar que el domingo pasado había recorrido esa misma calle vieja y tropical junto con Nina. Matías quería mucho a Nina, siempre solían acurrucarse en el diván, y Nina le jugaba con las mangas de su saco, hasta que ya cansado de jugar se iba a dormir, y Nina era suya. Eran esas noches de cama y desvelos lo que más extrañaba de ella, su pelo desordenado sobre las almohadas que siempre quiso cambiar, pero nunca lo hizo porque se fue antes; su voz que le sacaba del más hondo de sus sueños, y le preguntaba si quería mate, y que el dinero iba a llegar de alguna parte, que tuviera fe.
Cuando al fin creyó percibir en la lejanía las cúpulas blancas de la Plaza del Congreso, aceleró un poco el paso, pensando que algún extraño se acababa de parar de su banca favorita y que debía apresurarse para que no se la quitaran. Cruzaron la calle él y Matías, que olfateaba recurrentemente el suelo conocido, ese suelo de los sábados en que hacia sol. Caminaron por el sendero adentrándose en la plaza, y Simón vio que la banca estaba desocupada, como si le hubiera estado esperando desde la última vez que se sentó allí. Hacía mucho sol.
Como todos los sábados en que solía salir a tomar el sol, Simón se acomodó en la banca de madera hasta encontrar una posición en la que se sintiera cómodo. Pensaba en estirar las piernas un rato sin hacer mayor cosa, y luego sí se pondría a leer, o quizá a revisar de nuevo las cuentas por pagar. No. Era sábado. Iba a leer. Las cuentas se las dejaría a la noche del domingo con una copa de ron y un ansia de morir dejando sus deudas a sus lejanos y esquivos padres.
El sábado la concurrencia no se hacía notar hasta ya pasadas las diez de la mañana. Antes de esta hora sólo se avistaban uno o dos ancianos que tomaban un respiro y personas haciendo ejercicio y paseando al perro. Aunque el movimiento en la Plaza del Congreso era continuo a lo largo de todo el día, pasadas las diez de la mañana, digamos, a las diez y dieciocho, el tumulto se hacía tan insoportable que la visita al parque se convertía en vueltas concéntricas asemejándose a un grupo de vacunos.  La cantidad de niños llorando, las mujeres que conversaban, la marea insoportable, ese murmullo que taladra la concentración y penetra hasta en el más hondo y escurridizo de los pensamientos. Por eso Simón iba hasta las once nada más. Sin embargo poco antes de las diez y cinco tenía la costumbre de poner de nuevo la correa a Matías, no fuera que algún desconsiderado se lo robara.
Simón echó un último vistazo a Matías, que daba vueltas alrededor de un árbol en el que escrutaba y de cuando en cuando se detenía a observar fijamente, como pensando que en algún momento iba a salir a correr. Estiró las piernas en el suelo y miró fijamente al sol por poco más de dos segundos. Con ese punto amarillo que aparece cuando se cierran los ojos después de fijar la vista en el sol o un bombillo, abrió en la página cincuenta y seis de Los Premios y se puso a leer.
El sol calentaba fuertemente, pero era bien recibido a razón de las constantes lluvias que todo el mes de abril habían azotado al país entero. La semana pasada habían aparecido registros de temperaturas bajo cero en La Pampa y en Mendoza; la producción había disminuido mucho por las lluvias, e incluso Simón creyó oír en la televisión, mientras se lavaba los dientes un día cualquiera, que un ganadero había caído a un pozo de aguas lluvias y había muerto. La situación había causado inclusive algunos problemas de aparcerías y terratenientes, quienes, con el riesgo de perder sus ingresos por el cultivo de arroz o la ganadería, habían apostado precipitadamente en la bolsa de valores argentina, quedando un grupo no menor en la ruina.
Algunos árboles ofrecían una sombra refrescante a los paseantes, y algunos incluso llevaban sábanas y se tendían bajo los árboles, quizá para comer algún bocadillo o simplemente para fumar mientras observaban la ciudad y su cielo, y su gente, y una que otra muchacha. Simón permanecía sentado, ya con las piernas extendidas, como si hubiera estrechado sus lazos de confianza con la banca de madera; y leía, concentrado, como los personajes se adentraban en la popa del Malcolm.
Simón estaba a punto de pasar la página cuando una gota de sudor cayó sobre la hoja, de un pequeño chapotazo, siendo absorbida inmediatamente por el papel, expandiéndose poco a poco. Simón maldijo y frotó la esquina de la hoja donde había caído la gota con su camiseta, pero la gota ya era parte del libro. Bajó el libro por un momento, metiendo antes una espiga que había en el suelo entre las páginas para no perderse luego; se levantó de la banca y miró directamente al sol entrecerrando los ojos. Parecía que el sol también le estuviera apuntando a él también, en ese preciso punto de Latinoamérica.
Luego de estirarse sobre la silla decidió retomar la historia. Estaba demasiado entretenido leyendo sobre el misterio que acechaba a los pasajeros del crucero. La novela la había dejado quieta por mucho tiempo, había estado ocupado por trabajos para la oficina y por conseguir el dinero que le faltaba para pagar la plata que debía. No había hallado un solo momento en que concordasen su tiempo libre y los momentos en que no estaba pensando en Nina, abstraído.
Pasaron alrededor de veinte minutos, durante los cuales Matías había explorado la plaza completa y ahora, ya cansado, yacía sentado al lado de la banca, refugiándose en la sombra que proyectaba el libro, porque estaba haciendo mucho sol. Simón se sentía cada vez más atraído hacia la trama de la novela; deseaba ser uno más de los pasajeros, y tratar de descubrir aquello que andaba mal, terriblemente mal, con la tripulación del otro lado de la embarcación.
Poco antes de terminar la página sintió que ya no podía ver, que la vista se le nublaba por gotas de sudor que, una a una, se acumulaban sobre sus parpados. Cerró los ojos por un momento, como para que continuaran su camino a lo largo de su rostro, pero no sirvió de nada, ya que poco a poco más gotas se sumaban. Pensó que estaba sudando exageradamente, que no tenía razón para sudar de esa manera tan inusitada. Cerró el libro una vez más y sacó de su bolsillo izquierdo un pañuelo, que pasó luego por su rostro. Las gotas de sudor quedaron inmediatamente adheridas al pañuelo. Ya no tenía gotas de sudor en su rostro, comprobó con la punta de sus dedos. Su frente estaba seca.
Matías movió la cabeza y miró a Simón, como atraído por los movimientos de este mientras sacaba el pañuelo, y aun más al verlo batirse al viento en sus manos. Simón tomó de nuevo el libro, y ya se disponía a abrirlo de nuevo en la página en que había quedado cuando una gota de sudor resbaló por su frente y cayó estrepitosamente en el papel. Rápidamente cuatro gotas más se sumaron a esta, y a Simón le tocó levantarse de nuevo. No entendía cómo podía volver a sudar cuando unos pocos segundos antes se había limpiado con el pañuelo. En realidad no podía entender por qué sudaba tanto; Simón era algo así como una persona que no transpiraba demasiado.
Entonces Simón tomó el libro con la intención de echarse un poco de aire, agitándolo de arriba abajo en el aire. Le pareció percibir una sensación ajena, de extrañeza. Sentía que la punta de su dedo índice estaba blanda, como si la consistencia no fuera la misma que había mantenido por veintiséis años. Dejó el libro a su lado, y miró fijamente su dedo. Se veía normal, la textura no había cambiado en absoluto, ni el tamaño. Pero cuando lo tocó con su otra mano sintió que el dedo entero parecía mucho más suave y flexible.
Minutos más tarde, luego de analizar su dedo detenidamente, sintió algo similar en su muñeca. Sentía como si el hueso se convirtiera poco a poco en gelatina. Se hacía cada vez más difícil para su muñeca sostener el peso de la mano, que ya comenzaba a lucir un poco extraña. La forma de los dedos comenzó a inflarse, como anchándose en la base de los dedos. A Simón todo esto le pareció muy extraño. Jamás en su vida le había pasado algo apenas parecido.
Se incorporó ya totalmente de la silla. Matías se levantó también del suelo y se apresuró hacia el centro de la plaza. Simón vio que un perro había llamado la atención de Matías, mientras su dueño conversaba animadamente con una mujer. Ya eran las nueve y treintaisiete, pero aún no se hacía molesta la cantidad de gente que circulaba. Simón estaba parado, recto, en su mayor extensión, como mirando hacia las calles que se perdían a lo lejos, y pensando en que Nina sabría a que se debía esa extraña sensación. A veces tenía la impresión de que Nina lo sabía todo, siempre lo había sabido. No entendía cómo era que había terminado todo, así, de un día para otro, sin siquiera una despedida, una maldita despedida. No alcanzaba a recordar bien la última vez que la había visto. Creía que había sido en el porche de la casa del flaco, pero no estaba totalmente seguro. No registró el momento con la claridad y vivacidad requeridas de haber sabido que iba a ser la última vez que la vería.
Ya no distinguía bien a Matías en la lejanía, porque las gotas volvían a acumulársele sobre los ojos una vez más. Se dio cuenta de que por más que se limpiara el rostro, las gotas iban a seguir cayendo, así que optó por tomar una posición en la que las gotas no fluyeran directamente hacia sus ojos y le nublaran la vista. Así pues, se acostó sobre la banca, y quiso ponerse el libro sobre la cara para tratar que no le diera el sol directamente. Sin embargo, cuando intentó tomarlo, la consistencia de sus dedos se hizo mucho menor. No lograba asirlo. Cuando ponía sus dedos sobre la pasta, estos se resbalaban antes de que pudiera levantarlo de la banca, se escurrían por las esquinas. Ambas manos, a esas alturas, estaban ya caídas sobre las muñecas. Ya no era capaz de levantarlas, la fuerza de sus antebrazos no bastaba para erguirlas. Finalmente, ayudándose con sus codos logró tomarlo y lo arrastró con sus ya casi inútiles manos hasta su rostro.
Yacía extendido en la banca, tan largo como era, con el libro abierto en una página cualquiera, con las hojas poco a poco humedeciéndose y haciéndose blandas por la cantidad de agua que fluía de las sienes y la frente de Simón. No supo en qué momento las gotas empezaron a filtrarse entre sus oídos. Una sensación caliente y terrible le invadió, como si su audición completa se viera reemplazada por la humedad y la total ausencia de ruido. Levantó su brazo y dirigió cuidadosamente su mano hacia su oído, la deslizó bajo el libro y luego de tres intentos logró atinarle a meter el dedo dentro del oído. No supo qué dedo metió, ya no distinguía, todos sus dedos eran un solo dedo. Y esto le costó tanto no sólo por el hecho de que ya no sabía bien qué dedo estaba tratando de usar, sino porque además su oreja ya no estaba en el mismo lugar en el que había permanecido inmóvil toda su vida. Podría decirse que ahora se encontraba un centímetro, quizá un poco más, hacia atrás de su cabeza.
A Simón le pareció demasiado extraño, jamás en su vida había sentido esa extrañeza de la carne, esa ausencia de materia, de comunión en ese mundo en que podía tocar todo lo que le daba la gana. Pensaba si algún amigo suyo, quizá el flaco Gambazza o Moreira le habían contado alguna vez sobre algo parecido. Estaba seguro de haber oído sobre algún caso similar en alguna parte. Quizá había sido Nina, que siempre hablaba de cosas interesantes, de algún caso de gigantismo en África o de un nuevo tipo de rana hallada en Nueva Guinea, quizá Nina le habló de ello, no sabía, no recordaba más claramente sus conversaciones y sus silencios, y sus labios.
Cuando salió de su ensimismamiento halló que sus piernas se habían ladeado hacia la izquierda, hacia el borde de la banca, y la izquierda comenzaba a combarse y a parecer un fideo, escurrida. Algo era seguro. No debía intentar pararse, la poca consistencia que le quedaba en sus piernas había desaparecido en menos de diez minutos. Estaba condenado a pasar los últimos minutos que le quedaban acostado en la banca, sufriendo ese lento derramarse, padeciendo la angustia de pasar de ser alguien a ya no ser nada. Matías se había acercado a la banca y estaba sentado diligentemente frente a Simón, aunque él no se dio cuenta porque su cabeza se había ladeado hacia la derecha, hacia el espaldar de la banca, y con la poca fuerza que le quedaba en su cuello no era capaz de girar la cabeza para ver a su perro mirándolo fijamente, extrañado.
En ese momento, cuando por su cabeza pasaban las tardes en La Plata, los paseos de todo un día con Nina oyendo a Mendelsohn y con Matías sacando la cabeza por la ventana trasera, cuando pensaba en los largos cigarrillos a la luz de la lámpara de la sala, mientras Nina hablaba por teléfono con su hermano en Bruselas, cuando ya no estuvo Nina y eran sólo él y la lámpara apagada y la nostalgia que le carcomía las entrañas, en ese momento recordó que un día hace más o menos un año y medio, salió de clase temprano y no quiso ir a casa inmediatamente. Esa tarde se fue a la biblioteca, porque sabía que de allí sólo saldría hasta la noche. Simón recorrió los estantes distraído, como buscando un libro que le llamara a gritos y le ayudara a soportar la tarde que se venía, y que no quería pasar en su casa, solo, como olvidado por el mundo. Dobló a la izquierda por el pasillo de Literatura Latinoamericana, ese pasillo tan querido en el que había hallado tan natural y accidentalmente a la vez Queremos tanto a Glenda, y conoció a Julio Cortázar, y ya después no quiso dejar de leerlo.
Ese día cuando Simón dobló por el pasillo de Literatura Latinoamericana, como a las dos y cincuenta de la tarde, vio el gastado y rojizo letrero de historia de Europa, y se adentró en los estantes, ya sin nada que perder, y vio ese llamativo título de Relatos de Europa y del Lejano Oriente, y lo sacó y pasó las páginas sin mirar ninguna por alrededor de siete minutos, mientras se balanceaba adelante y atrás en la silla de madera. Luego de transcurridos los siete minutos, encontró un aparte en el libro llamado Derretimientos famosos, y, fascinado por el título tan sugestivo y misterioso, comenzó a leer. Leyó entonces el caso de un tal Sir Lloyd Cumbert, un británico desafortunado que en el siglo XVII se derritió mientras daba un discurso a los trabajadores de la fábrica de la que era dueño. No aparecían las razones de tan extraño caso, simplemente se contaba cómo había sido la escena, trágica para todos, horrible, como asqueados y asustados todos salieron corriendo, agolpándose en la puerta para poder salir. Pasó la página y se encontró con el caso de Thilo Pabst, un niño polaco que durante un examen de cálculo quedó reducido a una masa informe en el suelo. No recordaba si había leído quizá otro caso, la memoria no le daba para tanto. Lo que claramente recordaba era que habían sido dos o tres casos, sin nexo alguno, sin explicación alguna. Simón supuso que eso era lo que le estaba pasando, mientras sentía cómo su cabeza y tórax lentamente se escurrían por entre las tablas de la banca.
Simón sintió cómo su aliento menguaba, ya no podía capturar la misma cantidad de aire, se sentía asfixiado. Sus ojos poco a poco se fueron moviendo y quedaron mirando hacia dentro de su cabeza, lo que en realidad no ayudó mucho. Se preguntaba cómo había sido posible que le hubiera pasado a él, a Simón, alguien tan ajeno a las cosas extraordinarias. Oyó que alguien pasaba a su lado, y que aceleraba el paso, no sin antes dirigirle un flemático “Qué asco”. Ya no veía nada, sólo percibía el calor, ese sol quemante, causante de su muerte, creía él. Matías comenzó a lamer sus pies, a esas alturas convertidos en líquido. Aún alcanzaba a escuchar cómo la gente pasaba y lanzaba improperios a su lado, o aceleraban el paso, como el primer caballero. Sus huesos ya se confundían con su carne, la piel parecía una plastilina cada vez menos consistente, y su cabello yacía en el suelo, como en el piso de una peluquería, y el viento se llevaba algunos cabellos.

Simón se estaba muriendo. El año pasado había tenido una conversación con el flaco acerca de qué podría ser aquella última cosa que se le pasaría por la cabeza antes de morir, y ambos lanzaban hipótesis graciosas confiados en que faltaba aún mucho tiempo para ello. Simón vivía asustado pensando en que quizá su último pensamiento antes de morir sería algo desagradable o una imagen pecaminosa que no tendría nada que ver con su vida, que la cerraría como una gran broma, una carcajada en la oscuridad. Pero sólo pensó en Nina, en cómo le hubiera gustado que ella le tomara la mano y le dijera que todo iba a estar bien, y que luego lo metiera en un frasco y lo dejara en su mesa de noche.

Simón pensó en Matías, en qué iba a ser de él, en que posiblemente iba a morir en unos días o lo iba a tropellar un carro, si corría con suerte. Pensó en Nina, en su boca, en su olor, en la casa sin ella, en la casa ahora sin él, y después ya no pensó más porque se escurrió totalmente por entre la banca y se volvió un charco de sangre y recuerdos que tres semanas y una tormenta hermosa borraron de la faz de la tierra.



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